martes, 10 de febrero de 2015

J.M.G.P.


Hace no mucho coincidí con J.M.G.P. en el autobús. Le reconocí porque unos años antes estuve en una mesa sentado a su lado, presentándole ante el público que había ido a escucharle. Cuando me vio en el autobús no me reconoció. Obviamente, él ha conocido en toda su vida muchas más cosas de las que yo nunca conoceré, y atesora recuerdos mucho más interesantes y más necesarios (para él, y para todos) que la cara del chaval que le presentó un día en una charla.

Ah, J.M.G.P. es José Manuel García Peruyera, cuya historia comienza cuando es trasladado de niño a Francia tras quedar huérfano en la Guerra Civil. Supongo que a alguien que ha sido tratado como un número no le importará que le haya nombrado por las iniciales. Porque J.M.G.P. es un superviviente de Mauthausen, y lleva el horror tatuado en su piel -literalmente, en forma de número- y en su memoria. Y su memoria, no olvidemos, es la memoria del siglo XX.

Le conocí en esa charla, una actividad que organizamos Juventudes Socialistas de Oviedo por el 60º aniversario de la liberación de Mauthausen. Aquel día que le vi en el autobús recuerdo que hablaba por el móvil, diría que con un nieto (no pude evitar escuchar parte de la conversación porque hablaba como habla la gente de cierta edad, que no es de otro modo que un poquito alto). Y yo no paraba de pensar en que en ese autobús, esa mañana, estaba el puñetero S.XX allí metido, y en que nadie sospechaba la importancia de ese hombre canoso que gritaba por el móvil. Y me daban ganas de gritarles al resto de personas del bus “mirad, este hombre sufrió por nosotros”. Porque es verdad.

Hace unos días se conmemoraba el aniversario de la liberación de Auschwitz, y toda Europa rendía homenaje merecido a las víctimas y los supervivientes (también víctimas, al fin y al cabo) de aquella barbarie inhumana. Porque en su sufrimiento está nuestra paz, porque son verdaderamente héroes, y como tal se trata a los supervivientes de los campos en toda Europa. ¿En toda? No. Unos 9.000 españoles pasaron por los campos de concentración (especialmente por Mauthausen, conocido como el campo de los españoles), y unos 5.500 fueron asesinados. 40 años de dictadura dan para apagar recuerdos, para acallar homenajes. Sobre todo si la dictadura en cuestión fue cómplice de los creadores de la barbarie. Cómplice porque el silencio, la omisión, es ya una forma de colaboración. Y porque además la supuesta y cómplice neutralidad no era más que una forma de enmascarar formas de colaboración directa, como la División Azul, o como la ayuda para llevar a gente -a esos españoles- a los campos de concentración. No en vano, eran sus enemigos, y los españoles que acabaron en sus campos provenían casi en su totalidad del exilio, de la huída de la represión franquista. Escapaban de la muerte casi segura que les hubiera proporcionado la guerra y la mala digestión de la victoria que tuvieron los golpistas, y encontraron el horror en quienes, de algún modo, estaban perpetrando otro golpe de Estado, este a Europa. Parientes cercanos.

Muchos de los españoles que sufrieron los campos de concentración lo hicieron por el mero hecho de ser republicanos, por irse al exilio escapando de un horror y encontrarse con otro, ambos de mutua connivencia. Otros, por haber sido miembros activos de la resistencia francesa. Por colaborar, en su huída, en la lucha contra el fascismo, empujados por su conciencia a combatir el totalitarismo aún lejos de su casa, sabedores de la necesidad de parar a los enemigos del ser humano, ya fuera en la España de la que huían, o fuera en la Europa que les acogía, y que les abría las puertas de la libertad a través de Francia.

Sabedores de eso, de que las puertas de la libertad no podían ser cerradas por nadie, se sumaron a la lucha necesaria, esa lucha que marcó el S.XX. Y esa lucha acabó con ellos. Acabó con sus vidas, o las lastró de recuerdos fijados con inhumana laboriosidad por quienes representan una de las más grandes barbaries cometidas por el ser humano, espejo en el que –aunque suene a tópico- recordar el pasado para no caer en los mismos errores.
 
Y todo ese recuerdo,  toda esa dignidad, toda la memoria que encierra el horror, la heroicidad que implica haber sido la parte perjudicada de una barbarie, siguen pasando desapercibidas en España. Y habrá quien diga que qué fácil es echarle la culpa al franquismo, pero quien tenga el valor de decirlo, que tenga el valor de proponer otro motivo para este olvido. Porque no lo hay. La connivencia ideológica y de fines, y la demostrada participación activa (sea a través de la División Azul, o incluso en la estrategia de anulación humana que eran los campos), o el hecho de tener enemigos comunes a los que exterminar (sí, exterminar, el franquismo también exterminaba) nos dicen a las claras que el olvido es intencionado. Que cuatro décadas tapando la digna memoria de estos no fue una casualidad. Que después de esas cuatro décadas, su recuerdo había quedado tan sepultado, que ni la llegada de la democracia produjo el reconocimiento.
 
Y que, a día de hoy, J.M.G.P. siga siendo héroe anónimo. Y que nadie en aquella línea interurbana pudiera imaginar que el S.XX viajaba en ese autobús.