Hace no mucho coincidí
con J.M.G.P. en el autobús. Le reconocí porque unos años antes estuve en una
mesa sentado a su lado, presentándole ante el público que había ido a
escucharle. Cuando me vio en el autobús no me reconoció. Obviamente, él ha
conocido en toda su vida muchas más cosas de las que yo nunca conoceré, y
atesora recuerdos mucho más interesantes y más necesarios (para él, y para
todos) que la cara del chaval que le presentó un día en una charla.
Ah, J.M.G.P. es José Manuel García Peruyera, cuya historia comienza cuando es trasladado de niño a
Francia tras quedar huérfano en la Guerra Civil. Supongo que a alguien que ha
sido tratado como un número no le importará que le haya nombrado por las iniciales.
Porque J.M.G.P. es un superviviente de Mauthausen, y lleva el horror tatuado en
su piel -literalmente, en forma de número- y en su memoria. Y su memoria, no olvidemos,
es la memoria del siglo XX.
Le conocí en esa charla,
una actividad que organizamos Juventudes Socialistas de Oviedo por el 60º
aniversario de la liberación de Mauthausen. Aquel día que le vi en el autobús
recuerdo que hablaba por el móvil, diría que con un nieto (no pude evitar
escuchar parte de la conversación porque hablaba como habla la gente de cierta
edad, que no es de otro modo que un poquito alto). Y yo no paraba de pensar
en que en ese autobús, esa mañana, estaba el puñetero S.XX allí metido, y en
que nadie sospechaba la importancia de ese hombre canoso que gritaba por el
móvil. Y me daban ganas de gritarles al resto de personas del bus “mirad, este
hombre sufrió por nosotros”. Porque es verdad.
Hace unos días se
conmemoraba el aniversario de la liberación de Auschwitz, y toda Europa rendía
homenaje merecido a las víctimas y los supervivientes (también víctimas, al fin
y al cabo) de aquella barbarie inhumana. Porque en su sufrimiento está nuestra
paz, porque son verdaderamente héroes, y como tal se trata a los supervivientes
de los campos en toda Europa. ¿En toda? No. Unos 9.000 españoles pasaron por
los campos de concentración (especialmente por Mauthausen, conocido como el
campo de los españoles), y unos 5.500 fueron asesinados. 40 años de dictadura
dan para apagar recuerdos, para acallar homenajes. Sobre todo si la dictadura
en cuestión fue cómplice de los creadores de la barbarie. Cómplice porque el
silencio, la omisión, es ya una forma de colaboración. Y porque además la
supuesta y cómplice neutralidad no era más que una forma de enmascarar formas
de colaboración directa, como la División Azul, o como la ayuda para llevar a gente -a esos españoles- a los campos de concentración. No en vano, eran sus
enemigos, y los españoles que acabaron en sus campos provenían casi en su
totalidad del exilio, de la huída de la represión franquista. Escapaban de la
muerte casi segura que les hubiera proporcionado la guerra y la mala digestión de la
victoria que tuvieron los golpistas, y encontraron el horror en quienes, de
algún modo, estaban perpetrando otro golpe de Estado, este a Europa. Parientes cercanos.
Muchos de los españoles
que sufrieron los campos de concentración lo hicieron por el mero hecho de ser
republicanos, por irse al exilio escapando de un horror y encontrarse con otro,
ambos de mutua connivencia. Otros, por haber sido miembros activos de la
resistencia francesa. Por colaborar, en su huída, en la lucha contra el
fascismo, empujados por su conciencia a combatir el totalitarismo aún lejos de
su casa, sabedores de la necesidad de parar a los enemigos del ser humano, ya fuera
en la España de la que huían, o fuera en la Europa que les acogía, y que les
abría las puertas de la libertad a través de Francia.
Sabedores de eso, de
que las puertas de la libertad no podían ser cerradas por nadie, se sumaron a
la lucha necesaria, esa lucha que marcó el S.XX. Y esa lucha acabó con ellos.
Acabó con sus vidas, o las lastró de recuerdos fijados con inhumana
laboriosidad por quienes representan una de las más grandes barbaries cometidas
por el ser humano, espejo en el que –aunque suene a tópico- recordar el pasado
para no caer en los mismos errores.
Y todo ese
recuerdo, toda esa dignidad, toda la
memoria que encierra el horror, la heroicidad que implica haber sido la parte
perjudicada de una barbarie, siguen pasando desapercibidas en España. Y habrá
quien diga que qué fácil es echarle la culpa al franquismo, pero quien tenga el
valor de decirlo, que tenga el valor de proponer otro motivo para este olvido. Porque
no lo hay. La connivencia ideológica y de fines, y la demostrada participación
activa (sea a través de la División Azul, o incluso en la estrategia de
anulación humana que eran los campos), o el hecho de tener enemigos comunes a
los que exterminar (sí, exterminar, el franquismo también exterminaba) nos
dicen a las claras que el olvido es intencionado. Que cuatro décadas tapando la
digna memoria de estos no fue una casualidad. Que después de esas cuatro
décadas, su recuerdo había quedado tan sepultado, que ni la llegada de la
democracia produjo el reconocimiento.
Y que, a día de hoy, J.M.G.P. siga siendo
héroe anónimo. Y que nadie en aquella línea interurbana pudiera imaginar que el
S.XX viajaba en ese autobús.
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