A través del ventanal que ofrecía una
panorámica de calles vacías, Celia divisaba una preciosa mañana de alguna
primavera. Ni siquiera veía a la poca gente que había salido a alguna cosa,
apoyándose con guantes de látex en la valla que separa el miedo y la precaución.
Con este día, tendré que salir. Tenía
que hacer recados, preguntarle a Dorita si tenía vez para cortarse el pelo, me toca teñirme. Ir a la compra. La
cartilla, claro, al banco a actualizar la cartilla. Iré a la médica a recetar, que se me acaban las pastillas.
Rápidamente pasó al otro lado del ventanal. Al
lado que sólo ella veía. Salió de casa, esta
verja necesita una mano de pintura. Bajó por el camino hasta la carretera, ágil
entre el hormigón en el que cualquiera hubiera resbalado. El río bajaba con
bien de agua, había llovido bastante últimamente. Dorita no estaba en casa, qué raro. Aprovechó el paseo para subir
hasta donde Marisa, se había dejado allí una lechera el otro día, buen momento
para llenarla.
¡La leche, claro! Si se le olvidaba ir a
recogerla su madre se iba a enfadar, que a ver qué estuvo haciendo desde la hora de
salir de la escuela… Voy a ir a recogerla. Rodeó por detrás de la casa de Aurora, para así ver el coche de su padre, el primero
del pueblo, todo el mundo lo mira. Un coche.
¿Olvidaste las llaves del
coche? Ya vamos tarde a buscar a la nena. Claro que a ella no le importaría, igual al
llegar aún no ha salido de la discoteca. Y
lo que le gusta a esta nena el baile.
Hoy viene Tomás, y mi madre no
quiere que vaya al baile. Pero mi hermana va. Ya suena la orquesta, en nada
estaré allí. Ahora salgo, espera que enjuague la lechera para mañana, si no mi
madre me mata.
Marisa le dio la lechera llena, suficiente para
unos días. La dejó en la entrada, para luego pasar a buscarla, tras hacer el resto de recados, y dar un paseo
carretera arriba aprovechando el sol, bajo los árboles que van a concurrir en
el arcén. Miró la entrada de la segunda finca según se sube, en el borde, con los maderos hundidos. Tengo que avisar a José Luis de
que se le rompió la cerca, debe haber sido por ese regato, que cuando llueve suelta mucha agua, y acumula barro donde la cancela. Y pensar que
su hija se preocupaba todo el rato de que estuviera sola en el pueblo. Que si
le podía pasar algo. Que si igual se perdía. ¿Cómo se iba a perder si lo conocía
todo al dedillo?
De repente, al girar la silla de ruedas hacia
el otro lado, perdió de vista el ventanal, y lo que quedaba era un largo pasillo, ancho y con puertas iguales dispuestas simétricamente. Vamos a comer, que ya
es hora, musitó la cuidadora bajo la mascarilla. Ya saldremos a tomar el sol
cuando esto pase.
Pero Celia ya había salido. Y ya había paseado
feliz por su pueblo. Sin mascarilla. Y sin memoria.